Políticas de la luz
Todo nombre propio es una estrategia. Aparentemente, el nombre propio remite a una identidad, tiende esa extraña trampa mediante la que el lenguaje pretende hacer creer que habla de los singulares, de lo real, de lo que existe (y no por ejemplo, de las clases, de las especies, de lo genérico, de los universales, como disputaban los escolásticos contra los nominalistas). Cuando uno comprueba que siempre lleva el nombre de su abuelo, el de su padre, o un apellido u otro que asegura una filiación específica, una relación de dominación -por ejemplo en esos países que se dicen civilizados de la esposa a su nominador- siente una fría distancia contra su nombre. Entre nosotros puede que ella se case, pero el nombre del padre sigue coronándola. Cuando menos, eso nos hace saber que no nos pertenece -aunque a ella le deje la duda de si realmente se pertenece a sí misma.
¿Qué ocurre con esos nombres políticos, que aparentemente en todo momento se distancian de cualquier pretensión de identidad estable, fundada en la presunta fuerza de imposición que lo orgánico, la unidad de archivo en lo psico -o en lo biológico- posee? Bueno, diríamos que se produce cierta inquietud, cierta incomodidad, y que esa incomodidad puede ser utilizada estratégicamente. No es ahora la estrategia de un modelo generalizado de despotización de la experiencia, sino, al contrario, la estrategia revertida de quien desea desembarazarse de él.
¿Qué significa un Laboratorio de Luz?
He visto personas lúcidas [;-)] manifestar una indisimulada inquietud por el empleo de una [sic] «metáfora cientifista». Acaso para ellos el poder del arte está demasiado asimilado a su capacidad para ayudarnos a resistir un modo generalizado de concepción de la existencia según el patrón de la tecnociencia. Pero todo pensamiento de resistencia ha de prefigurarse dialéctico, y definir su carácter negativo en el interior de un dominio perfilado siempre posee un carácter más comprometido que hacerlo meramente hacia un exterior genérico -tanto más cuanto que este exterior ya ha absorbido la presunta negatividad dialéctica que lo artístico enuncia contra su exhaustiva unilateralidad en la definición del mundo, apoyándose en su existencia para precisamente disimular y enmascarar esa grosera unilateralidad.
En cambio, y desde la interioridad del dominio propio de lo artístico, esta irrupción de la metáfora cientifista origina una auténtica conmoción, por lo que parece. Parece que atenta contra todo el romanticismo del genio y toda la mística de la creación, contra toda la presunción del hallazgo intuitivo, que se concibe como algo opuesto a cualquier idea de investigación, de trabajo en equipo racionalmente distribuido y orientado, del hallazgo perseguido. Aquí no reina Picasso -ni su mística del «encuentro»- sino cierto espíritu neutro y sencillo, discreto, de trabajo colectivo, labor de hormiguitas esforzadas, de «no-genios». Haríamos bien, dicho de otra manera, en tomar en serio el nombre del Laboratorio, ni siquiera como una metáfora (ni mucho menos pensemos que se trata del pseudónimo de una especie de, de nuevo, genial artista colectivo). Estos son los resultados del trabajo de un equipo de investigación, y su proximidad a la institución Universitaria no es casual.
Por qué no admitir de una vez que lo verdaderamente catastrófico es esa distinción de modalidades del trabajo del saber -la ciencia / el arte- y la inadecuación del entorno universitario -y el procedimiento investigador- para el segundo. ¿Acaso no es ello algo que está haciendo enorme daño a nuestras instituciones enseñantes -tanto como a la verdadera formación de los «artistas»? Basta ya: el Laboratorio de Luz es política en ejercicio: una política del arte, pero también una política de la enseñanza, de la investigación, del descubrimiento … Una política que se asigna a una concepción definitivamente secularizada de lo artístico… Algo que a la vez redefine como ideas -y no como ideales falsarios- tanto al arte como a la universidad. Dejémoslo en esto. El laboratorio de luz como expresión, a la vez, de una idea del arte y de una idea de la universidad.
Podríamos decir más -por ejemplo algo acerca de cierta idea de la amistad. Pero de esto es más adecuado hablar o escribir, tal vez, y ya lo hemos hecho en tales ocasiones, entre brindis, cuando de la amistad puede hacerse algo más que hablar -ejercerla. Como en el banquete platónico. Sería en todo caso equívoco no mencionar que ella, la amistad, es también un tema crucial aquí, en este laboratorio -y quizás es una de las pocas voces que en su glosario se echan de menos. Una idea de la amistad que quienes hayan leído los textos de Foucault sobre Blanchot, y de éste sobre aquél, autores ambos tan queridos del laboratorio, sabrán qué significa. Sólo apuntaré una línea: que la verdadera amistad sólo se da allí donde aquello que moviliza una vocación de saber se ejerce en común. Otra esencia del funcionar del Laboratorio.
La elección del nombre ya es política, entonces: y no del orden de una política-ficción, o una política de ficción -ni siquiera de aquellas ficciones útiles de que habría hablado Nietzsche. Sino más bien del de una política de desenmascaramiento, de puesta en evidencia de tantas que no son sino presuposiciones falaces, al servicio de una forma de comprensión y conocimiento del mundo mermada.
Se dirá: y por qué un laboratorio de luz se ocupa de cuestiones tan poco técnicas, tan «metafísicas». Pero, cómo no. En primer lugar, en nuestra era lo metafísico no es separable de lo técnico -no en vano Heidegger al describir la nuestra como era de la superación de la metafísica ponía en el avatar de lo técnico como eje central definidor de nuestro mundo la circunstancia determinante del modo epocal de darse del ser. Pero además: no tiene otra función específica real el arte que ayudarnos a desmantelar ese programa que instrumenta una forma mermada de comprender y conocer el mundo. ¿Que esa misión es política? -desde luego. ¿Que se ejerce en los términos de una cierta ingeniería metafísica del ser y el conocer? Sin duda.
¿Que la luz -tal y como el laboratorio la aborda como objeto de estudio e investigación- puede ser tomada como justamente el elemento estratégico por excelencia sobre el que efectuar esa operación de «ingeniería metafísica»?
Hipótesis corazón de este texto … -y si éste acierta, hipótesis corazón del propio Laboratorio …
La luz, sobre todo, a partir de una consideración que implica un postulado de doble valor, ontológico y gnoseológico. La luz a partir del postulado de que no hay nada ni por detrás ni por delante de las apariencias, que en ellas comienza y se agota lo que es -y también lo que nos es dado conocer. Si ello es así -es decir, si damos por buena la hipótesis del obispo Berkeley, según la cual ser es ser percibido- entonces la luz es la materia misma en que se constituye todo acto de espíritu, todo hecho de comunicación, de percepción. Si ser es ser percibido, las cosas están hechas precisamente de aquello que nos permite observarlas -luz. Y si este es el punto de partida, se comprende bien que el destino obligado de esta experimentación pueda evaluarse no sólo como resultado de un laboratorio «artístico» -al fin y al cabo, todo aquello que concierne a lo visual tiene como conditio sine qua non el mismo fluir de la luz- sino también como el de un laboratorio «metafísico», que se fija e indaga a la vez las consecuencias que del análisis de la naturaleza de la luz se siguen tanto para la consistencia estructural misma del ser de las cosas, como para la de nuestra capacidad de conocerlas. Una y otra está, por encima de todo, condicionada por la naturaleza propia de la luz: sin ella no habría ni la apariencia, ni el conocimiento de ella, en efecto.
Esto significa, entonces, que los temas por excelencia de indagación de este Laboratorio son dos: primero, qué es; y segundo, cómo ello se conoce. Ambas preguntas hechas a propósito, en todo caso, de un mismo objeto -aquél que se presupone intrínsecamente implicado en la configuración de las dos materias exploradas: la luz. Si alguien esperaba ciencia, esta es la que aquí podrá encontrar. Si alguien espera arte, este es el que aquí va a encontrar. Este Laboratorio es presocrático -también podría decir estenopeico- de nacimiento y profesión de fe, y a causa de ello el «experimentum crucis» al que una y otra vez vuelve para localizar el que constituye el nudo gordiano de su indagación no es otro que el de desentrañar la naturaleza misma del movimiento -casi diría, más en genérico, la del «diferir». Si podemos comprender el movimiento, parecen pensar, sabremos bien qué es lo que de verdad es y cómo ello se percibe, se conoce. El movimiento, en todo caso, como efecto visual, como «efecto especial» de ese fluir de la luz que, por entero, atrae nuestra atención.
Dos son las operaciones tácticas que, con vistas a desentrañar esa naturaleza del movimiento -del diferir- se realizan. La primera apunta a reconstruirlo en el orden de la representación. O, si se quiere decir más sencillamente (aunque por supuesto no es lo mismo), a «representarlo». Representar el movimiento es en cierta forma un desafío constante que la naturaleza -en el sentido más heraclíteo- plantea al hombre. Si fuera capaz de representarlo convenientemente, eso podría garantizar que su aparato de relación con el mundo, con el ser, «funciona». Y, por tanto, que lo que conoce, como tal, es «cierto». Pero hay ciertos problemas nunca hasta la fecha resueltos -quiero decir, desde Zenon y sus temibles paradojas- que hacen que movimiento y representación (o simplemente devenir y representación, diferencia e identidad, el ser de las cosas y el ser del lenguaje) se convengan mal. Ahora entramos en ello. La segunda de las operaciones tácticas es de una índole parecida, pero bien distinguible. Ahora no se trata de investigar cómo se representa -o podría representar- el movimiento, o el diferir de la diferencia, sino más bien de construir máquinas, instrumentos (ópticos) capaces de constituir conciencias pasivas o mecánicas captoras automáticas -del acontecimiento, de lo que ocurre (en el movimiento, en el diferir de la diferencia, en el darse como sustraerse del ser no en cuanto ente, sino en cuanto tal ser …). En el primer caso, el laboratorio investiga los procesos de representación del movimiento. Construye aparatos analíticos para desenmascarar las falacias de la representación -en su inadecuación para dar cuenta de lo que acontece en cuanto sometida al orden de la palabra. En el segundo, construye eso que ha sido llamados inconscientes ópticos. Quizás sería más exacto decir que estas máquinas son «conciencias mecánicas», automatismos que se constituyen como «aparatos psíquicos» en su potencia de captura mecánica de la imagen. No por tanto inconscientes (si por tal se entendiera aquello que no conoce, o cuando menos, que «no conoce que conoce»). Sino más bien «conscientes ópticos», máquinas de ver, automatismos de percepción. La pregunta es, siempre: ¿verán ellos -lo que la representación es incapaz de capturar (el orden mismo del acontecimiento)? En este proceso, el Laboratorio trabaja siempre desde una política que, siguiendo la descripción derridiana del funcionamiento de la deconstrucción, podríamos caracterizar -sobre todo en el sentido cinematográfico- como de «doble toma». Gracias a la primera, cuestiona y desjerarquiza el orden de la representación -pone en evidencia que el dominio regido por la palabra, por el concepto, por el logos, no sólo no regula la verdad de lo que es … sino que justamente forcluye el acceso de la conciencia a ello. En una segunda «toma» -la de sus máquinas e inventos- se aproxima a un seguimiento casi táctil de lo que ocurre, de lo que acontece. El ojo mecánico de sus cámaras percibe lo que hay, casi a la misma velocidad o en la misma frecuencia «en que lo hay …».
Un ejemplo de la primera línea táctica: el «Proyectante de sombra» presentado en Iluminaciones Profanas. El experimento muestra el carácter no dado -o no pleno- del sentido en la palabra, en el significante, y su supeditación a un proceso interminable de lectura que de modo inexorable aplaza, distorsiona y posteriza toda producción de significancia, toda eficacia de la representación. El registro de la escritura -como lugar de materialización del significante- es revelado como anverso específico del orden (presuntamente inmaterial, flatus vocis) del logos, y como tal es objeto de construcción específica en tanto mero efecto de la luz. No olvidemos que la luz -bajo los presupuestos de trabajo del laboratorio: ser es parecer- da cuerpo a todo producirse del espíritu en el mundo: no existe otra materia que ella, o no se considera -si toda situación de laboratorio consiente el establecimiento de variables de control, en el caso del Laboratorio de Luz el control establece precisamente este postulado de fijación de objeto. Existe entonces un primer momento del proceso, la escritura, la inscripción del grafo -del gramma-, pero esa escritura no «pone» en sí misma otra cosa que un puro «efecto» (en este caso un efecto visual), un testimonio de intenciones, registra el rastro de una pura «voluntad de decir», expresa ese que Lacan llamaba el vicio radical -la «transmisión del sentido». Lo que la pieza pone en evidencia es que esa primera fase no cumple tal transmisión -que en ella se mantendría totalmente incumplida, como un proceso interrumpido, como un vicio insatisfecho.
La transmisión del sentido no ha hecho entonces sino comenzar, y disparar la puesta en funcionamiento de un proceso interminable de lectura. Media entonces, y en primer lugar, la intercesión de un segundo sujeto, el espectador, y media además su propio trabajo de interpretación, de desciframiento. Éste no es en ningún caso directo, inmediato. El sentido no se efectúa en su propia captura como un «eco» cerrado y equivalente, en términos de repetición exacta. Sino que el espectador resuena o vibra como una membrana lejana, por simpatía -y no por estricta reflexión. Sin duda él captura algo: pero no es tanto repetición como diferencia -tanto más cuanto que además se efectúa «en diferido». La producción del sentido no es pura repetición, pura ecuación. Sino esa pequeña distorsión que trasforma un sumatorio cerrado en terreno de aparición súbita de algo que no estaba: juego de pensamiento. Leer -y esto ya lo advertía Benjamin- se parece más de lo que se cree a alucinar. En el fondo, aquel personaje delirante que creía poder aprender un idioma desconocido sólo fijando obsesivamente su mirada en una página en él escrita se parece demasiado a nosotros mismos. A cada uno de nosotros.
Cuando el espectador fija su mirada en «Proyectante de sombra» pone, en primer lugar, en marcha la máquina alucinatoria. Se abre entonces un apasionante reloj de tiempos: un tiempo de iluminación, de súbita irrupción de la claridad. El tiempo del significante. El tiempo de la presencia estricta de su pura materialidad. Con su preclaridad, esa presencia nítida del significante impresiona nuestra retina, y obliga allí a un rápido inicio de los juegos del desciframiento -que ya son juegos de memoria, juegos de reconocimiento, juegos de identificación. Esta letra, esta palabra, estos signos, cada efecto recuerda a otro … y ese juego de memorias retenidas que se proyecta (como una sombra) sobre lo que el espectador percibe -es lo que le permite leer. La lectura es un juego de reconocimiento de la identidad en la diferencia. Todo conocer lo es. Y dado que la repetición, como tal, no existe, todo conocer es puramente aproximativo, interpretativo. Eso dice la pieza, el texto en ella escrito. El tiempo de la lectura es siempre un tiempo inventivo, productivo, poético. Proyectante de sombra viene a recordárnoslo, por si el hábito de relacionarnos sin asombro con el mundo -nos lo había hecho olvidar …
Segunda máquina que nos parece imprescindible considerar: «continuidad indivisible de cambio». Estamos, en primer lugar, ante un appareil de capture, ante una máquina de guerra. Todas las categorías que estructuran el conocer -que establecen sus condiciones de posibilidad, diría un kantiano- son aquí puestas en suspenso. La cámara es un inconsciente activo, que no trabaja para una escena segunda, no es el instrumento «de nadie». No hay una -digamos- conciencia trascendental aquí, sino como mucho una «inconsciencia» trascendental. O lo que es lo mismo, una consciencia sólo inmanente a sí misma. Es preciso pensar en esta pieza -en todo el experimento que la precede, cuando menos- de esa forma. No como en un instrumento que media la mirada de alguien. Sino como una máquina que, ella misma, se dedica a «mirar», de acuerdo con una lógica autónoma y propia. Sólo en una segunda fase, cuando la cámara invierte el proceso y la imagen capturada es devuelta hacia el afuera, la máquina consiente -y en cierta forma responde a- nuestra presencia. Pero ni aún entonces ella trabaja «para nosotros» (en su recorrido nos barrería como barre a cualquier otro objeto: no define un lugar «para el espectador», al que no le queda sino ir huyendo, desplazarse al compás que ella administra). No hay -como diría Sartre- nunca una «posicionalidad» de la consciencia. Sino más bien un estar ahí que captura y refracta, refleja, devuelve, comunica. Un estar ahí que no supone un estar separado, un ser «sustancia pensante» frente a la «extensa». En definitiva: estamos frente a una máquina que en su opticidad inconsciente se autoproduce a sí misma como un eficiente «operador de conciencia», de conocimiento -manifestada ésta en última instancia como instrumento efectivo de registro y «memorización» activa de la luz, de ésta en cuanto rastro del acontecimiento.
Para que esta máquina opere como un auténtico appareil de capture -en el sentido en que Deleuze los categoriza como pertenecientes a la especie de las máquinas de guerra- es preciso que ella multiplique sus eficacias operativas, que no las concentre en un foco único -si lo hiciera, acabaría por parecerse demasiado a esa pretenciosa cámara oscura de las maravillas que esquematiza la concepción mermada de la conciencia que identificamos con el fondo de la subjetividad. Aquí los ojos se multiplican, y no reconvergen sus datos en un campo de fundido único del que resulte la construcción virtual -pero efectiva- de la imagen, de la sensación, del dato perceptivo. Gracias a ello, lo que este eficacísimo inconsciente óptico percibe se constituye en el orden de una continuidad indiferenciada, sin límites ni construcción de objetos. No hay un tiempo ni un espacio cortados -ni cortables- sino la misma continuidad constante del tiempo y el espacio, todo borroso, como sin límites, sin foco. No hay la distancia correcta de la mirada, ni los objetos están constituidos como tales. Ningún perfil es nítido, sino que todo está penetrado por la misma luz, que se expande sin límite ni discontinuidades bruscas. Uno puede imaginarse un universo pleno, continuo, donde todo flota como en un devenir dulce y pacífico, sin lucha. La conciencia no aparece como algo que corta y distingue, algo que regula la diferencia -desde la identidad. Esta continuidad indistinta de la imagen -lo es del ser, aquí percibido justamente como ese darse de la diferencia como pura diferición (como un puro diferir -en el sentido de ejercer una resistencia insuperable a cualquier operación de someterla a «identificación», pero también en el de darse como aplazamiento en el tiempo, de ir deviniendo, y cambiando, difiriendo …).
Lo que la máquina percibe, bajo este régimen totalmente subversivo, es expuesto tal cual ante nuestros ojos. Si somos incapaces de percibir exactamente así, como la cámara (ahora proyector) muestra -es porque nosotros mismos reconstruimos y sobredeterminamos su régimen singular de escopia, según nuestros hábitos de construcción de la representación. Si no fuera por ello, podríamos encontrarnos -y a ello aspira el experimentum crucis que esta máquina propone- frente a una situación que suspendiera aquella extrema nostalgia con la que Deleuze reconocía que «la diferencia no puede ser pensada en sí misma -mientras siga sometida a las exigencias de la representación».
Un orden -el del logos, el de la palabra- queda en suspenso. El mundo, para la manera de mirar que es propia de esta compleja maquínica estenopeica -la de un mirar continuo, sin obturador que fragmente y distribuya ni el tiempo ni el espacio- es un darse, un existir, un acontecer. No un poblado de objetos -esos pobres trasuntos de la palabra miserablemente encarnados en la materia. Sino la misma Casa del Ser -el lugar en que éste acontece, ocurre, «pasa», tiene lugar en la «duración»: se da, sin nombre ni palabra, como, justamente a la vez, un sustraerse …
Una cita de Bergson, antes de continuar. «La primera vez que vi el cinematógrafo, comprendí que podría ofrecer algo nuevo a la filosofía. El cine nos proporciona la oportunidad de comprender lo que es nuestra memoria. Es más: podríamos afirmar que el cine es un modelo él mismo de la conciencia. Ir al cine es una experiencia filosófica».
Qué no hubiera dicho nuestro filósofo -de haber podido asistir, o presenciar, Imágenes de Espacio, la pieza del Laboratorio producida para Distancia Zero -sin duda la pieza por excelencia de Distancia Zero.
Ese pequeño desplazamiento. Un clinamen mínimo, imperceptible. Ese desajuste milimétrico que hace que el bucle no se cierre en círculo vicioso, sino en deriva, como «eterno retorno», sí -pero de lo diferente …
Esa es la clave de Imágenes de Espacio. Lo mostrado nunca es exactamente lo percibido. Y esto por una razón bien sencilla. Lo que se muestra es justamente lo que la cita de Bergson advierte que el cinematógrafo (y estamos ante el cinematógrafo en estado puro, sin concesiones a la literatura, sin entretenimiento ni distracciones para el espectador) posibilita percibir: la propia estructura del conocer. Tanto tiene ésta que ver con la memoria -que todo lo que en la pantalla «transcurre» pertenece a la vez a dos tiempos. El que no cesa -ese filo siempre movedizo del presente que habita el acontecimiento- y el pasado -ese otro tiempo imaginario, que viene de un lugar y un tiempo que ya no es para recordarnos lo que ya no es. Todo lo que se conoce es el pasado de lo real, todo conocer es anámnesis. Quién, frente a esta pieza, no sucumbe al vértigo de pensar que todo, todo, en su experiencia -es el fruto de un sostenido dejá vú …
Que eso que ya no es acontezca exactamente en el lugar en el que se da lo que sí es ahora (la representación redoblando a lo real, a lo que hay) es el guiño más sutil y dulce que puede hacerle la representación al mundo. Casi -siempre este pequeño delay, este mínimo desajuste, que lo es de tiempo y además de espacio- plena coincidencia, casi son lo mismo -pero no lo son- la realidad y la representación. Que ellas coincidan, que se den a «distancia zero», sería, por supuesto, el resultado de una política. Una política de la luz -desde luego.
Es preciso, para terminar, pensar en el signo mayor de nuestros tiempos. Aquél que determina las transformaciones epocales más significativas, aquél que para nosotros se constituye en destino -pero también en elección, en norte de todo posicionarse ético.
Sería difícil encontrar uno más nítido, me parece, que lo que describiría como la aparición asentada en nuestro tiempo de una «constelación de la imagen técnica». No el mero descubrimiento de un ámbito de posibilidades -cuya territorialización apenas puede darse por comenzada- de capturar, manipular y distribuir imagen por medios exclusivamente mecánicos (más bien habría que decir maquínicos), sino el efectivo asentamiento en su dominio de los modos de representación dominantes en la época actual -lo que les constituye en base misma de las transformaciones que necesariamente han de afectar en nuestros días al orden mismo de la representación, y por lo tanto al paradigma global de nuestra experiencia, a la totalidad abstracta de nuestras posibilidades de conocer y experimentar nuestra existencia en el mundo.
Por lo que al ámbito de investigaciones que el Laboratorio de Luz despliega, me parece obligado señalar -y con ello termino- aunque sólo sea dos cosas en relación a esta aparición de la constelación de la imagen técnica -con la que justamente ese trabajo de investigación se relaciona, a la manera en que Bergson entendía que la relación con el cine se había cargado de significado filosófico. La primera: que esa aparición de una constelación de la imagen técnica promueve una relación completamente renovada con la imagen, con la representación, toda vez que ésta por primera vez en la historia de las formaciones de la conciencia comparece como imagen-tiempo, como imagen-movimiento. Si toda producción humana de imagen tenía como condición de posibilidad el darse como estaticidad fijada -y en función de ello se vinculaba a toda una concepción del orden de la representación en términos de repetición e identidad- la nueva imagen técnica, capturada y reproducida mediante medios mecánicos suspende esa espacialización fijadora de la imagen (que se hacía portadora y aún aval de las promesas de duración asociadas a lo fijo del concepto en la palabra, en el logos, en el paradigma del signo) y consiguientemente también todo el orden de promesas a ella ligado -la promesa de eternidad asociada al presunto desir de dúrer que movilizaría toda intervención en el ámbito de la producción cultural.
La segunda: que el foco abstracto más profundo de todo el contemporáneo malestar en la cultura puede seguramente situarse en las proximidades de la inadecuación de un modelo generalizado de organización del mundo y la experiencia fraguado a imagen y semejanza de una forma de pensar la representación ya obsoleta (en cuanto organizada conforme a la experiencia primordial del logos, ese sucio invento griego, de la grecia ya decadente), frente a un dominio de la experiencia de vida -poderosamente ya condicionada, desde el ámbito de los media audiovisuales, por el registro de una imagen técnica- que comparece como imagen-tiempo, como imagen-movimiento, y para el que la representación ni se da condicionada a la renuncia a acontecer -ni a cambio promete eternidad, estabilidad alguna de las economías de la significancia.
En mi opinión, ese desajuste es crucial, y en él se juega nuestra época su destino. Intervenir en ese desajuste es misión -tanto más para cualquier «pretensión Arte», ya que si a esta puede todavía asignársele misión, ella no podría ser otra más alta que la de precisamente orientar y negociar todo el porvenir de la relación con la imagen, con la representación- y el signo con que esa intervención se decida se carga, inevitablemente, de una significación política.
Como muy pocos otros trabajos en nuestro país, y en nuestro tiempo, el del Laboratorio de Luz interviene allí. No tanto para indagar y decidir sobre las físicas, las químicas o las ópticas de la luz: sino precisamente para desentrañar y promover sus políticas, para ponerlas al alcance de nuestra comprensión y nuestra capacidad de compromiso.
Enero 1998
Texto del catálogo Laboratorio de Luz.
Espai d’Art La Llotgeta, Valencia