LEVEDAD
Y NUEVOS VALORES
Ana Martínez Collado |
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Italo Calvino, Seis propuestas para el próximo milenio1. Hemos negado la verdad, hemos aceptado la contingencia del sujeto, la contingencia del lenguaje, la impermanencia del tiempo. En realidad, no hacemos otra cosa que aceptar la levedad. Es ella lo que se libera tras la crisis absoluta de todos los valores que han constituido la mitología de occidente. Quizás podríamos representarnos la historia reciente de nuestra cultura como un doloroso proceso de destrucción de las estructuras más pesadas, más graves y consolidadas, de esos vínculos invisibles y poderosos que nos unían con la supuesta verdad del mundo. Calvino, en su famosa defensa de la levedad como valor para el próximo milenio, nos la presenta como un valor inevitable. Incluso, como un valor deseable. ¿Acaso extraña promesa de felicidad? Fue Nietzsche quien anticipó la proximidad de este destino. El propio peso de la historia, de sus valores, nos obliga a negar todo valor. Y al mismo tiempo, nos incita a pensar en un mundo sin valores, sin verdades preconcebidas, sin identidades construidas. La transvaloración de todos los valores es el recorrido del proceso de toma de consciencia de nuestro tiempo. El hombre, que sigue deseando saber, incluso desde la nada elevará nuevos valores. Pero esos nuevos valores serán tan leves como la vida, tan sin peso. Tendrán quizás un apego a la vida cuya única esperanza sea la idea del eterno retorno, del fin sin final. La fe en la narración como camino de búsqueda de uno mismo. Es por eso que Calvino señala como ejemplo de levedad en el mundo contemporáneo la narración de Kundera, La insoportable levedad del ser. A través de sus páginas podemos sentir «la tupida red de constricciones públicas y privadas que termina por envolver toda existencia en una trama de nudos cada vez más apretados»2. Podemos ser conscientes de cuántas supuestas verdades son pesadas cargas inútiles para el destino de los hombres -las famosas metáforas gastadas de Nietzsche. Pero, además, podemos llegar a descubrir que la levedad se convierte en «el objeto inalcanzable de una búsqueda sin fin». Pues parece difícil evitar que todo aquello que procede de la ligereza se transfigure en un nuevo valor próximo a su institucionalización, a su pesadez. Búsqueda de levedad casi como búsqueda de felicidad. La de ser uno mismo en el intervalo. Este deseo de romper con los hilos que nos atrapan en la infelicidad es un lugar común en las preocupaciones artísticas de nuestro siglo. La modernidad se impuso como programa alcanzar nuevas libertades, una mayor levedad, mayores posibilidades de ser sujeto. Pero al mismo tiempo la modernidad, como lugar de contradicción y paradoja, convirtió uno de sus rostros en espacio de gravedad. En los años sesenta una artista, Eva Hesse, -entre otros muchos artistas- se enfrentó con la tradición moderna. El minimal se había vuelto excesivamente rígido, excesivamente devoto de la forma. Eva Hesse se propuso humanizar el arte geométrico, devolviéndole la sencillez, la pobreza de materiales, la huella remota de una ilusión de vida. Hay una pieza, «Colgante»(1966) -un sobrio marco rectangular vacío del que sale una varilla fina y flexible que da una vuelta por fuera y luego regresa a él- que precisamente nos recuerda que el arte no encierra una «verdad» interna, sino más bien un espacio proclive a ser interpretado sucesivas veces, infinitas veces, conectado además -por esa varilla fina- a la contingencia de la vida. En definitiva, nos recuerda el valor de la levedad, del sentido abierto. Niega la gravedad. Y además, apunta a la necesidad de una mirada «humorística» -distanciada- para mantener en vilo la potencia y la fuerza interna de esa misma levedad. Regresando a La insoportable levedad del ser, sólo hay un instante de felicidad para Teresa y Tomás. Para ellos la vida cada vez se ha vuelto más leve, más lejana, más sencilla. En el preciso momento en que lo descubren, en que sienten que sólo la levedad de la vida y la muerte les acompaña, encuentran por fin ese brillo de felicidad. Aunque lamentablemente para ellos fue el último fundido en negro. Este esfuerzo de levedad se convierte en una prueba de fuerza para el lenguaje artístico actual. Mostrar la duda de todo lo existente señalando sólo el espacio vacío, el contenedor iluminado donde se produce la experiencia estética. Es también éste, quizás, el esfuerzo de Salomé Cuesta. Rozando casi el extremo que bordea a su desaparición, Salomé Cuesta ha ido «ingravitando» su obra. Desde sus primeras piezas, en que las resinas se convertían en imágenes transparentes, hasta aquellas en las que la luz -como en «Sombras facetadas»- sólo recuerda el espacio que fue testigo del lugar de la obra. Huella de aquello que fue real, y tal vez esfuerzo creativo que clama por la necesidad de la levedad. Levedad como «valor» del próximo milenio. Valor de la levedad que se nos entrega como innecesidad de la verdad, del sentido, como necesidad de una lectura infinita, como juego de un sujeto inevitablemente contingente. Sería equívoco, sin embargo, pensar que se defiende la debilidad de la superficialidad o que se propicia el desencanto del no valor. Más bien, lo que se pretende es propiciar la posibilidad de asumir el deseo de saber como deseo de levedad. De potenciar ese reconocimiento de un ser leve del sujeto -desde un yo que, sabiéndose efímero, se sabe también más libre y pleno en sus potencialidades de ser. La escritura
de lo femenino, nunca constituida como tal, tiene ya la intuición
de ese recorrido, opuesto al inexorable estereotipo que el código,
que el ordenamiento simbólico de un logocentrismo inevitablemente
falocéntrico, ha creado durante siglos de hegemonía. Esa
escritura es capaz de imaginar la paradoja que nos constituye como sujetos,
y por lo tanto como artífices de escritura. Como señala
Patrizia Calefato: «Levedad en tanto una de las formas a través
de las cuales el sujeto femenino crea un espacio para sí mismo
en el lenguaje y en el pensamiento: una manera para desaparecer sin consumarse,
solamente suspendiéndose en el aire»3. Notas |